Perdonar

Aprende a vivir

dejando atrás tanto denuedo.

Aprende a evitar

una única piel a plena luz del día,

que no concibas sentir o reconocer

en un entorno hostil a la alegría.

Aprende la forma de la culpa y lo callado,

las plantas verdes y las fuentes quietas, e intenta

que los alimentos huelan y sepan como está escrito.

Aprende a evitar el juicio de los días

y el duelo pasado el duelo

que pueda enderezar una próxima fecha.

Sorpréndete, al menos, algún día.

Describe las formas de los animales,

los sonidos de la ciudad

o el movimiento de las piedras.

Con tu aprendizaje, en el final declara,

aún siendo mentira, como premio:

«Os he intentado perdonar a todos».

Experiencia

Poema escrito con sueño:

varios días de búsqueda del momento

en que se revelaron juegos y posibilidades

al alcance de la mano de cualquiera.

Alguien aseguró la certeza de entenderlo todo,

a saber: los ríos, el trabajo, algunos encuentros,

los accidentes, el desamor y los cumpleaños.

Pero no está pasando.

Una visión de prestado, rota y sangrante desde lejos.

Barrimos los cuerpos del suelo y cerramos inventarios.

Una estación más, unos meses menos,

se fueron aplazando las tardes de tablero y dados,

las cenas de madrugada, los pactos, mis libros,

alguna farola enamorada que han dejado encendida.

Pero no está pasando.

Pienso a veces en lo que podría colgar en estas paredes desnudas

y blancas que no son mías, que a nadie le importan

y que con tanta pena miro.

Todo es ajeno. Nada ha pasado. Sumergidos, esperando,

pasa el tiempo. Es sabido.

Y aún no ha pasado.

Está todo por hacer.

Viaje a Egipto

Trabajo en una farmacia. Los viejos pesados constituyen un motivo de fastidio de todos los días. ¿No me puedo tomar dos pastillitas mañana, tarde y noche? Es que si me tomo cinco por la mañana, tres por la tarde y dos por la noche me lío con las cantidades. Me voy a liar. Hay que decirles que eso no es cosa mía, que se lo receta el médico, pero con cuidado, no sea que se enfaden y se vayan a otra farmacia. No se puede ser sincero. A la mínima desconfían, juzgan, los viejos, con sus abrigos sin color, que no son blancos ni negros ni verdes ni rojos. No tienen color, y te miran a la cara cuando hablan pero escrutan el suelo cuando piensan.

La media hora del café a las once la tomo en un bar alejado del trabajo, por lo que pierdo cinco minutos en ir y cinco en volver, así que quiero exprimir los veinte minutos del bar como el que quiere amortizar lo que ha pagado por entrar a un museo, escuchando el entrechocar de las cucharillas con las tazas de café, la máquina tragaperras (son mejores los días en los que alguien está jugando, porque los sonidos estridentes y repetitivos te envuelven y el tiempo se expande un poco) y el runrún de la televisión, que siempre tienen alta pero no me importa.

Recientemente me he visto obligado a realizar pesquisas (en mi tiempo libre) para encontrar otro bar por culpa del tipo con sombrero de paja. Un acalorado sujeto con una nariz donde podría colgar mi bata sin que se la llevara un viento fuerte, con acento del norte y que tenía encandilados a los dueños del bar y a los clientes habituales con encantos que eran invisibles a mis ojos. Además, ese sombrero antiguo de paja, sobado y triste como pocos adornos. Empezó entrando los lunes y los miércoles, hablando del mal tiempo. Prosiguió añadiendo los martes y jueves, con temas futbolísticos, y cuando creía que me respetaría los viernes, también comenzó a dejarse caer por el local con un tema distinto cada semana. El esquema consistía en un HOMBRE, DON JULIÁN exclamado con aire salvaje por el primero que le viera (aunque el primero siempre era yo, lo veía venir de lejos balanceándose por el cruce); acto seguido el tipo pedía unas tostadas con tomate y una cerveza y desgranaba sus temitas. Se marchaba con efusividad de tenor satisfecho. Probé a cambiar la hora por las diez y luego por las once y media. No hubo manera. Dilataba su presencia o aparecía antes. Se adaptaba como una enfermedad que remite y vuelve, que la notas volver cuando estás tan tranquilo viendo una película o comprando una revista. El pequeño gran dolor de verlo aparecer por el cruce.

El que iba a ser mi último día en el bar, ya le tenía echado el ojo a otro, este tipo cambió de tema. Era miércoles y tocaba hablar del mal tiempo, pero el tipo zarandeaba una guía turística del National Geographic, que se manchó de tomate, ante las narices de los camareros. ¡Que don Julián se nos va a Egipto!, exclamaban dos sujetos a los que nunca había visto por allí, pero que por descontado tenían que conocer al destructor de mi paz, al aniquilador de mi sosiego de veinte minutos sin viejos drogadictos, y que lo trataban como si fuera su tío querido. Se iba a Egipto en breve, y tenía marcadas en la guía los puntos de interés, que serían los suyos y que no creo que coincidieran con los de mucha gente. Ya no escuchaba la máquina tragaperras por encima de los gritos, y sentí violencia contenida y me puse rojo y seguramente morado: NO TE VAYAS A QUEDAR ENCERRADO EN UNA PIRÁMIDE, ¿EH, JULIÁN?. CUIDADO QUE TE CAE UNA MALDICIÓN SI ENTRAS DONDE NO TOCA. JULIÁN, QUE CUANTO ME COBRAS POR IRME CONTIGO QUE ESTOY DE ESTOS HASTA LAS NARICES, JOJOJO.

Lo comentó dos semanas seguidas. De lunes a viernes, son diez días. Hubo milagro. Al segundo día, bajaron el volumen del televisor conforme se quitó el sombrero horrible ese y comenzó a hablar de dinastías. Al tercero, habló de las cámaras de descarga de Guiza y de un lugar al que solo se podía llegar con robots muy pequeños, dirigidos por ingenieros. Al cuarto día impartió una lección magistral de historia acerca del expolio británico, y al sexto, y al séptimo… Una vez me miró y reparó en mí (pero reparó de verdad en mí por primera vez) y me preguntó si yo creía que haría mucho calor en Egipto y yo le dije que sí, que en esta época del año, mejor no ir muy abrigado.

El último día que lo vi llegué tarde porque me encontré cerca del cruce a un viejo de la farmacia que no respetó mi tiempo libre. Tuve que atenderle todas las preguntas acerca de la campaña de vacunación contra la gripe y de las existencias de paracetamol en los almacenes. Cuando franqueé la puerta, Don Julián atendía preguntas. Le preguntaba el cocinero (nunca lo he visto) desde dentro de la cocina a voz en cuello: ¿PERO CUÁNDO TE VAS? ¡QUE HABLAS DE ESO PERO NO TE VAS!, a lo que el tipo respondía que se iba, que lo tenía todo pagado, todo reservado, todo pensado. Que no nos preocupáramos. Sobre todo, que no nos preocupáramos.

El lunes siguiente no apareció, ni el martes ni el resto de la semana. Se subió el volumen del televisor, pusieron una tragaperras nueva, con sonidos más deliciosos si cabe y a los clientes de siempre se nos unieron unos obreros que almorzarían allí mientras durara una obra comenzada esa semana en la acera de enfrente. Nadie mencionó a Don Julián.

El lunes siguiente pregunté yo. Murió el jueves. Un accidente, dijeron. No pedí más explicaciones. Yo de esas cosas prefiero no saber.

Idiomas

Dentro de nada hará años de tu muerte

y las fechas señaladas serán un martes cualquiera.

Nacían tres caminos en la puerta de tu casa,

que expuestos al sol desaparecían con pena.

Tus ventanas reflejaban escenas muy antiguas,

desconocidas y llenas de nombres.

Me distraían del estruendo de las cosas al romperse.

Vivíamos en una estancia plena, casi transparente,

con relojes, botas, cuadros, bombillas y gatos.

Las cosas que tiene la gente corriente.

Todos te recuerdan a su manera;

yo te veo tan nítida,

sentada en un sofá viejo, con la tela hecha jirones,

hablándome de tus viajes

en idiomas que quiero aprender.

A oscuras

Hace unos días encontré en youtube la sintonía de «Cineclub», o quizá se trataba de «Sesión de noche». Me refiero a una cabecera de un programa de cine que se emitía en horario nocturno cuando yo era pequeño. No ha sido un hallazgo casual. Durante las últimas semanas me he despertado muchas mañanas con la sintonía sonando nítida en mi mente. He tardado bastante en ir a buscarla: hacía más de 25 años que no la escuchaba y sabía que hacerlo removería algunas cosas muy enterradas.

Cuando era pequeño mi padre solía gritarme. Esta era la forma de humillación más rápida, sencilla y parece que satisfactoria de su catálogo. De cuando en cuando también me pegaba o simplemente me miraba de manera amenazante; él sabía que no necesitaba más para lograr que el niño temblara. No obstante, su castigo favorito era mandarme a mi cuarto, obligándome a permanecer allí con la puerta y la única ventana del lugar cerradas, prohibiéndome dormir y (aquí se presenta la crueldad) permaneciendo allí con la luz apagada. Se molestaba en comprobar que la habitación iba a quedar completamente a oscuras tras cerrar la puerta. Ni una rendija de luz, es decir, no podría ver mi mano aunque la mantuviera delante de mi cara. El castigo no había sido elegido al azar: le tenía pánico a la oscuridad y él lo sabía.

Durante aquellos años utilicé varios trucos: tenía una linterna escondida, pero no siempre me acordé de guardar pilas de repuesto. Procuraba abrir una finísima rendija cuando él estaba repantigado viendo el fútbol, cerrando en silencio justo cuando escuchaba los crujidos de los muelles del sofá. También tenía un álbum de cromos con unos cuantos cromos pegados que brillaban en la oscuridad, los más raros, que me daban algo de luz y tranquilidad. Creo que era el álbum de «Los cazafantasmas». En fin, los trucos eran trucos y no me valían de mucho. La reprimenda por ser descubierto era tremenda, así que muchas veces no los empleaba aun disponiendo de ellos.

Una noche escuché la sintonía de esa «Sesión de noche». Me hizo sentir alegre, a pesar de que había llorado y me sentía desgraciado apenas hacía un momento. Desde entonces, cada vez que estaba encerrado a oscuras esperaba con paciencia a que sonara la sintonía. Al escucharla sentía que las cosas algún día estarían bien. Muchas noches nadie sintonizaba el canal en casa y no llegaba a escucharla, pero solo la espera me tranquilizaba. También me fui haciendo más mayor, y  supongo que acabé acostumbrándome a la oscuridad, pero sin duda me ayudó.

Quizá porque pienso que las cosas están mejor, a mis 34 años, y que aún lo estarán más, me he despertado escuchando en mi cabeza la música. La busqué, y ahora la escucho todos los días antes de ir a trabajar.

Hace más de 5 años que no veo a mi padre ni hablo con él. Al niño al que encerraban a oscuras por el puro placer de la tortura psicológica, en el que descargaban las frustraciones del día a día, le queda un derecho: negar de adulto la presencia, la comunicación, el mero reconocimiento de la existencia de aquel que le torturaba. Mi padre, me consta por terceros, no tiene amigos, familia que hable con él, paz ni, posiblemente, siquiera futuro. Está solo. Yo no lo estoy, ahora tengo más luz de la que me era privada de pequeño por él. A mi padre nadie le prohíbe encender las bombillas o abrir las ventanas. Puede abrirlas de par en par si lo desea, pero su vida va a seguir a oscuras.

La sintonía: https://youtu.be/tEls_W3NMjo

 

Buenas noches

Buenas noches

a aquellos que vivís con un espíritu guía volando sobre vosotros,

a los que nunca han conocido a nadie

y a los que encontraron la meta demasiado pronto.

Buenas noches y madrugadas

a los constructores de laberintos y a los atrapados en ellos;

fuentes y flores extrañas señalan el camino.

Las noches son frías

para los que se arrepienten y mueren.

Buenas noches,

a aquellos que han descubierto los puntos cardinales,

las medidas exactas de las cosas, su peso y esencia,

y a los que cuentan la misma historia con distinto final.

Buenas noches y madrugadas,

a los desmemoriados, los extraños en casa, los brujos,

los dueños de la conversación cotidiana,

a los gatos y perros callejeros,  a los pájaros en las ramas,

a los que no volveremos a ver

y a los que no dormirán hoy.

Buenas noches a ti y a los colores de otro mundo que te envuelven.

Descansad los consumidos por el odio:

soñad con momentos de paz.

 

 

Las horas de la noche

Nadie puede arrebatarte

ni en la algarabía de ruido,

ni en el profundo silencio,

las horas de la noche.

Existe un recogimiento tuyo,

propiedad de espíritu,

consuelo de trabajo arduo.

Se enreda de madrugada

en hiedra de estrellas viejas

y ramo de historias nuevas.

Nadie puede arrebatarte

la visión distinta y clara,

la guarida oculta y sola

de las horas de la noche.

Engañar al reloj es tan sencillo.

Engañar a los ojos y a las manos.

Abrazar el recuerdo más pequeño.

¡Que se vayan volando tantos pájaros!

Que se vayan volando de uno en uno.

Acaricia el sonido incólume del tiempo

y entrega de ti lo más preciado.

Nadie puede arrebatarte,

ni en la habitación desnuda,

ni en el recóndito sueño,

las horas luminosas

y extrañas

de la noche.

Pasé el martes pensando que era jueves

El autor rodeado de libros

intuye un significado mágico en sus palabras.

Una iluminación tenue y casi falsa

que aporta el deseo de significados distintos.

Escucho murmullos de personas normales,

hablando de problemas que yo no podría tener.

Es el pasar estruendoso de un río que no conozco, y observo

el esfuerzo de aquél que deambula por la calle, me mira

y cree reconocer en mí a alguien. La inocencia,

de otro que compra un pan para su merienda,

o mira desde el balcón los corrillos alegres de los perros en la calle.

Cruzo con ojos cerrados sin entender el sentido del tráfico.

Absorto, escucho los días y los clasifico

escondido a plena vista.

Pasé el martes pensando que era jueves,

cambié el lunes por sábado.

Hoy ha llovido y lloverá también mañana.

Pequeño océano de detalles.

 

Espera

Qué difícil

dar cualquier paso.

Vivir sin brújula.

Encontrar los mismos lugares

transitando caminos distintos.

Parece que duela el cuerpo y el espíritu

a partes iguales, con miedos que afectan a ambos.

Son los mismos árboles,

el mismo aire,

y un círculo de madera, piedras y hojas

donde debiera haber un sendero claro.

En lugares donde habitaban nuestras voluntades,

donde levitaban ilusiones

reposan opiniones y recuerdos tristes:

antes repletos de significado,

ahora vacíos. Esperan a la siguiente época,

un nuevo comienzo, otra mirada…

Años de espera.

El balcón en invierno

Una de las cosas que me resultan difíciles al escribir es narrar con precisión los sueños, de manera que el lector tenga interés por un pasaje que solo está en la mente del personaje, que es puro simbolismo y que puede parecer un recurso fácil para indagar en su pasado. No soy muy amigo de la narración extensa de sueños en literatura. Sin embargo, acabo de leer esta novela que os presento con la sensación de estar leyendo un sueño prolongado, sabiendo que todo lo que el autor nos cuenta es cierto, pero al mismo tiempo con la increíble sensación de sumergirme en una mezcla de recuerdos, nostalgia e impresiones que pertenecen a un pasado tan remoto, tanto para el autor como para nuestra forma de vivir, que todo parece un gigantesco relato mítico, de realidades que sucedieron hace unos años y ya parece que se pierdan en la noche de los tiempos.

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Luis Landero

«El balcón en invierno» es una colección de recuerdos del autor de una viveza extraordinaria, sin la pretensión de formar una autobiografía extensa, ni de ordenar lo que sucedió primero antes de lo que sucedió después, ni mucho menos de contar lo que el lector podría pensar que fueron los pasajes más importantes de la vida del autor. Luis Landero no cuenta bodas por todo lo alto o nacimientos, pero sí el momento en que una pariente pobre regala una naranja a cada uno de los niños que van a visitarla, momento en que sabe que está recibiendo uno de los presentes con más sentimiento y auténticos que recibirá en su vida, viniendo de una persona muy pobre que apenas tiene para sobrevivir. Tampoco nos cuenta las grandes alegrías que debió llevarse con el éxito de sus novelas a lo largo de los años, sino que se centra en las historias de su abuela junto al fuego, las excentricidades de su primo inventor o las sensaciones que le producía el sonido de los pasos y el bastón de su padre. Nos habla de cómo le cambió la vida un determinado libro y, en lugar de narrarnos todos los pormenores de un amor de juventud, como leeríamos en cualquier otra autobiografía, nos explica cómo era un profesor que le fue iniciando en el canon literario y su alegría tras localizarlo veinte años después.

Luis Landero nos sumerge en los momentos más auténticos de una vida, que no son los que nosotros esperamos, sino los que marcaron la infancia del autor. Con un léxico exquisito, lleno de palabras que ya se han perdido, lugares que pocos recuerdan y un modo de vivir del campo y sus costumbres, que tristemente ya pertenecen a un pasado que nos resulta mucho más remoto de lo que en realidad es, «El balcón en invierno» sobrecoge por su belleza sencilla, su veracidad sin ínfulas, su maestría en el narrar lo cotidiano. Una de las mejores novelas escritas en lengua castellana que he tenido el placer de leer.