Experiencia

Poema escrito con sueño:

varios días de búsqueda del momento

en que se revelaron juegos y posibilidades

al alcance de la mano de cualquiera.

Alguien aseguró la certeza de entenderlo todo,

a saber: los ríos, el trabajo, algunos encuentros,

los accidentes, el desamor y los cumpleaños.

Pero no está pasando.

Una visión de prestado, rota y sangrante desde lejos.

Barrimos los cuerpos del suelo y cerramos inventarios.

Una estación más, unos meses menos,

se fueron aplazando las tardes de tablero y dados,

las cenas de madrugada, los pactos, mis libros,

alguna farola enamorada que han dejado encendida.

Pero no está pasando.

Pienso a veces en lo que podría colgar en estas paredes desnudas

y blancas que no son mías, que a nadie le importan

y que con tanta pena miro.

Todo es ajeno. Nada ha pasado. Sumergidos, esperando,

pasa el tiempo. Es sabido.

Y aún no ha pasado.

Está todo por hacer.

Viaje a Egipto

Trabajo en una farmacia. Los viejos pesados constituyen un motivo de fastidio de todos los días. ¿No me puedo tomar dos pastillitas mañana, tarde y noche? Es que si me tomo cinco por la mañana, tres por la tarde y dos por la noche me lío con las cantidades. Me voy a liar. Hay que decirles que eso no es cosa mía, que se lo receta el médico, pero con cuidado, no sea que se enfaden y se vayan a otra farmacia. No se puede ser sincero. A la mínima desconfían, juzgan, los viejos, con sus abrigos sin color, que no son blancos ni negros ni verdes ni rojos. No tienen color, y te miran a la cara cuando hablan pero escrutan el suelo cuando piensan.

La media hora del café a las once la tomo en un bar alejado del trabajo, por lo que pierdo cinco minutos en ir y cinco en volver, así que quiero exprimir los veinte minutos del bar como el que quiere amortizar lo que ha pagado por entrar a un museo, escuchando el entrechocar de las cucharillas con las tazas de café, la máquina tragaperras (son mejores los días en los que alguien está jugando, porque los sonidos estridentes y repetitivos te envuelven y el tiempo se expande un poco) y el runrún de la televisión, que siempre tienen alta pero no me importa.

Recientemente me he visto obligado a realizar pesquisas (en mi tiempo libre) para encontrar otro bar por culpa del tipo con sombrero de paja. Un acalorado sujeto con una nariz donde podría colgar mi bata sin que se la llevara un viento fuerte, con acento del norte y que tenía encandilados a los dueños del bar y a los clientes habituales con encantos que eran invisibles a mis ojos. Además, ese sombrero antiguo de paja, sobado y triste como pocos adornos. Empezó entrando los lunes y los miércoles, hablando del mal tiempo. Prosiguió añadiendo los martes y jueves, con temas futbolísticos, y cuando creía que me respetaría los viernes, también comenzó a dejarse caer por el local con un tema distinto cada semana. El esquema consistía en un HOMBRE, DON JULIÁN exclamado con aire salvaje por el primero que le viera (aunque el primero siempre era yo, lo veía venir de lejos balanceándose por el cruce); acto seguido el tipo pedía unas tostadas con tomate y una cerveza y desgranaba sus temitas. Se marchaba con efusividad de tenor satisfecho. Probé a cambiar la hora por las diez y luego por las once y media. No hubo manera. Dilataba su presencia o aparecía antes. Se adaptaba como una enfermedad que remite y vuelve, que la notas volver cuando estás tan tranquilo viendo una película o comprando una revista. El pequeño gran dolor de verlo aparecer por el cruce.

El que iba a ser mi último día en el bar, ya le tenía echado el ojo a otro, este tipo cambió de tema. Era miércoles y tocaba hablar del mal tiempo, pero el tipo zarandeaba una guía turística del National Geographic, que se manchó de tomate, ante las narices de los camareros. ¡Que don Julián se nos va a Egipto!, exclamaban dos sujetos a los que nunca había visto por allí, pero que por descontado tenían que conocer al destructor de mi paz, al aniquilador de mi sosiego de veinte minutos sin viejos drogadictos, y que lo trataban como si fuera su tío querido. Se iba a Egipto en breve, y tenía marcadas en la guía los puntos de interés, que serían los suyos y que no creo que coincidieran con los de mucha gente. Ya no escuchaba la máquina tragaperras por encima de los gritos, y sentí violencia contenida y me puse rojo y seguramente morado: NO TE VAYAS A QUEDAR ENCERRADO EN UNA PIRÁMIDE, ¿EH, JULIÁN?. CUIDADO QUE TE CAE UNA MALDICIÓN SI ENTRAS DONDE NO TOCA. JULIÁN, QUE CUANTO ME COBRAS POR IRME CONTIGO QUE ESTOY DE ESTOS HASTA LAS NARICES, JOJOJO.

Lo comentó dos semanas seguidas. De lunes a viernes, son diez días. Hubo milagro. Al segundo día, bajaron el volumen del televisor conforme se quitó el sombrero horrible ese y comenzó a hablar de dinastías. Al tercero, habló de las cámaras de descarga de Guiza y de un lugar al que solo se podía llegar con robots muy pequeños, dirigidos por ingenieros. Al cuarto día impartió una lección magistral de historia acerca del expolio británico, y al sexto, y al séptimo… Una vez me miró y reparó en mí (pero reparó de verdad en mí por primera vez) y me preguntó si yo creía que haría mucho calor en Egipto y yo le dije que sí, que en esta época del año, mejor no ir muy abrigado.

El último día que lo vi llegué tarde porque me encontré cerca del cruce a un viejo de la farmacia que no respetó mi tiempo libre. Tuve que atenderle todas las preguntas acerca de la campaña de vacunación contra la gripe y de las existencias de paracetamol en los almacenes. Cuando franqueé la puerta, Don Julián atendía preguntas. Le preguntaba el cocinero (nunca lo he visto) desde dentro de la cocina a voz en cuello: ¿PERO CUÁNDO TE VAS? ¡QUE HABLAS DE ESO PERO NO TE VAS!, a lo que el tipo respondía que se iba, que lo tenía todo pagado, todo reservado, todo pensado. Que no nos preocupáramos. Sobre todo, que no nos preocupáramos.

El lunes siguiente no apareció, ni el martes ni el resto de la semana. Se subió el volumen del televisor, pusieron una tragaperras nueva, con sonidos más deliciosos si cabe y a los clientes de siempre se nos unieron unos obreros que almorzarían allí mientras durara una obra comenzada esa semana en la acera de enfrente. Nadie mencionó a Don Julián.

El lunes siguiente pregunté yo. Murió el jueves. Un accidente, dijeron. No pedí más explicaciones. Yo de esas cosas prefiero no saber.

Nuestros nombres

Desaparecen piezas de mí, pequeñas.

Alguien está diciendo mi nombre en voz alta.

Años antes de mi nacimiento,

años después de mi muerte.

Mi nombre resuena en cristal, madera y roca,

se mezcla en el agua y deja de existir.

Alguien está recordando días que no voy a ver.

Hay pájaros volando por el cielo y seres ciegos bajo la tierra,

mientras escribo esperando entre los relojes fríos.

Se están mezclando días y años sin que pueda distinguirlos.

Con cierta curiosidad,

alguien está diciendo nuestros nombres en voz alta,

porque ha encontrado una fotografía vieja

donde salimos tú y yo, sin apenas conocernos.

Se deshace el papel y su voz en el aire

y por fin mi nombre se pierde.

Queda tu nombre en el aire un segundo

y se desvanece.

Buenas noches

Buenas noches

a aquellos que vivís con un espíritu guía volando sobre vosotros,

a los que nunca han conocido a nadie

y a los que encontraron la meta demasiado pronto.

Buenas noches y madrugadas

a los constructores de laberintos y a los atrapados en ellos;

fuentes y flores extrañas señalan el camino.

Las noches son frías

para los que se arrepienten y mueren.

Buenas noches,

a aquellos que han descubierto los puntos cardinales,

las medidas exactas de las cosas, su peso y esencia,

y a los que cuentan la misma historia con distinto final.

Buenas noches y madrugadas,

a los desmemoriados, los extraños en casa, los brujos,

los dueños de la conversación cotidiana,

a los gatos y perros callejeros,  a los pájaros en las ramas,

a los que no volveremos a ver

y a los que no dormirán hoy.

Buenas noches a ti y a los colores de otro mundo que te envuelven.

Descansad los consumidos por el odio:

soñad con momentos de paz.

 

 

Hombres sin rostro

Ahora es posible escribirlo, pronunciarlo: nadie me conoce.

Sumergido a tal profundidad,

colgado de hilos transparentes.

Los días claros son limpios y reflejan un futuro

contado en prosa.

Los días oscuros, de lluvia, se empañan

y cargan el aire de un pasado remoto.

Por fin es posible decirlo en voz alta:

nadie me conoce.

Como la gente que mira una película con las manos

tapando parcialmente sus ojos,

queda el quehacer de cada día, vislumbrar el presente.

Miramos las paredes, nuestros brazos,

las piedras y los animales,

son restos de la misma tarea,

querer y volver a querer.

Con libertad hoy puedo decirlo: nadie me conoce.

Moraban los hombres sin rostro

un mundo entero que fue mío,

cuando no sabía leer ni escribir.

Si hoy pudiera verles, me hablarían sin voz:

demasiado tarde.

Algunos niños, tres perros y más cosas

Desde hace poco trabajo como profe de secundaria. Uno de mis cometidos dentro del departamento de lengua castellana y literatura es el de pasar un par de horas de la semana ejerciendo de bibliotecario (otra profesión con la que me habría encantado vivir), realizando los préstamos y devoluciones de los alumnos y cuidando que los que están estudiando no sean molestados por aquellos que vienen a pasar el rato entre clase y clase. También coloco los libros devueltos en las estanterías, por orden categórico y alfabético.

Hace un par de días ordenaba libros de cuentos en su sitio, no sin antes echar una ojeada a todos y cada uno de ellos antes de clasificarlos (manía bibliófila). Mi mirada cruza durante un instante por el lomo de un libro de cuentos de bolsillo. Su título: «Algunos niños, tres perros y más cosas».

Cuando yo era pequeño, con cuatro o cinco años quizá, me dedicaba a leer los mismos cuentos una y otra vez, además de los seis o siete libros de «El barco de vapor» o «Austral juvenil» que había en casa. Como me los había terminado mil veces, mi madre realizaba el esfuerzo económico de comprar uno o dos a la semana (parece poco pero éramos una familia de facturas pagadas in extremis y con mucho esfuerzo), ya que imagino le sabría mal ver al pequeñajo releyendo una y otra vez los mismos relatos y llamando su atención para hacerle ver un nuevo detalle encontrado en las ilustraciones, las cuales mostraban dragones volando o monstruos danzarines. Uno de mis libros favoritos y que aún conservo fue «Datrebil: 7 cuentos y un espejo». Datrebil, que es «Libertad» al revés era un compendio delirante de cuentos ilustrados que me fascinaban a la par que daban bastante miedo. En uno de ellos un matrimonio viajaba en coche y se iba encontrando escenas de su pasado representadas en los márgenes de la carretera. En otro un perro se enamoraba de una luna monstruosa hasta que conseguía llegar hasta ella mediante una escalera kilométrica que construía. Otro, llamado «Garambainas», representaba escenas surrealistas… El más bonito, «Datrebil», estaba escrito al revés, con todo el texto invertido y venía con una lámina de espejo que se podía colocar en la página de al lado para poder leerlo al derecho. Me resultaba magia. «Datrebil: 7 cuentos y un espejo» tenía en sus últimas páginas publicidad acerca de otros libros de cuentos de la misma colección. Me llamó mucho la atención «Algunos niños, tres perros y más cosas». La sinopsis me hablaba de niños aventureros que jugaban a ser piratas, acompañados por sus perros, en busca de aventuras. ¿Qué podía ser más divertido? Recuerdo la ilusión enorme que me hacía que ese fuese el siguiente libro que me trajera mi madre.

Pasaban los meses y nunca llegaba. En mi inocencia no sabía que en el mundo hay millones de libros de cuentos y que era más bien difícil que justo ese apareciera en casa algún día. Recuerdo que pregunté por él. Con mucha timidez le enseñaba las páginas de publicidad en «Datrebil» a mi madre y le explicaba lo divertido que seguro tenía que ser «Algunos niños, tres perros y más cosas». Creo que no supe hacerme entender bien, aunque mi pobre madre bastantes problemas y tristezas tenía en su día a día como para haber prestado atención a eso. Lo único que no me faltó en mi infancia fueron libros, y aunque este volumen de cuentos nunca llegó, en cuanto crecí un poco más y alcancé el universo de las novelas, lo olvidé.

Estaba solo en la biblioteca cuando lo vi. Durante diez minutos permanecí de pie, explorándolo, pasando las páginas al tiempo que leía fragmentos y me detenía en las ilustraciones. Cuando lo volví a dejar en su sitio, a cámara lenta, la biblioteca, el instituto, los quehaceres diarios y las responsabilidades del trabajo, que durante un rato se habían alejado a otra galaxia, volvieron a materializarse poco a poco.

Una de las cosas por las que estoy más agradecido a mi madre es por aquel esfuerzo de traerme más cuentos y de leerlos conmigo, de escuchar mis explicaciones acerca de las aventuras que acababa de vivir o de los dibujos que las acompañaban. Mis teorías sobre el destino de los personajes más allá del final de los cuentos. Es una proeza que estuviera atenta a estas cosas, porque a pesar de la vida que llevó y las desgracias instaladas en nuestro día a día (de las que no me veo con ánimo para hablar), sacó fuerzas para permitirme ahondar en el universo de los cuentos. Lo poco bueno que pueda haber en mí proviene de aquella consideración.

Mi madre murió hace varios años. Últimamente he pensado mucho en ella porque sé que hubiera estado orgullosa de que al menos durante una etapa de mi vida esté trabajando como profesor, ella que se licenció en magisterio pero nunca pudo ejercer.

Cuando «Algunos niños, tres perros y más cosas» apareció ante mí, tuve la impresión de que mi madre hubiese pasado a saludarme, dejando una señal inequívoca para que no quedaran dudas. Quizá ahora ya sabe cuanta ilusión me hacía encontrarme con esos cuentos y por fin me los ha traído. Al final, durante aquella hora en la biblioteca no estuve solo.

Teoría de la impregnación

En los lugares en los que se ha querido mucho

o se ha sufrido demasiado

quedan aisladas las vivencias.

Entre sus paredes permanecen abrazos que no han cesado,

gritos, golpes, injusticias.

Hay sensaciones como momentos divertidos y risas que flotan en el aire

desde hace cien años.

Entre el alféizar de la ventana y las puertas de los armarios,

duermen discusiones y juegos.

Estos lugares suelen dar miedo

por lo cotidiana de su naturaleza,

lo humano de su entorno.

Hay personas con agujas en los dedos, que los deslizan

por los surcos de sus muros y hacen brotar la música.

Yo crecí en uno de esos lugares

y todas esas canciones raras me las he llevado conmigo.

Leer misterios

Uno de los rasgos en los que más me fijo durante mis lecturas es en la habilidad del escritor para describir lo que está sucediendo a través de los sentimientos del protagonista. La realidad nos es mostrada mediante análisis muy sesgados (lo que le complace, lo que odia, aquellos a quienes teme o aborrece…). De este modo, el escritor tiene que presentar un escenario donde lo que realmente ha sucedido no coincide del todo con lo que estamos leyendo, pero tiene que ser suficientemente hábil para que no terminemos la novela preguntándonos qué sucedió en realidad.

Estos rasgos pertenecen a la narrativa como la metáfora a la poesía. Ver el mundo a través de los ojos de un protagonista, el cual necesariamente nos va a contar la historia al tiempo que opina acerca de lo que sucede es un juego que aceptamos sin reservas. No hemos pasado la primera página de Estupor y temblores para leer un tratado de historia.

El momento para la admiración surge cuando toda una novela, o al menos una buena parte de su construcción, reside en el relato de unos sucesos los cuales no solo estarán tamizados por los sentimientos del narrador, sino que aparecerán como una versión grotesca, dudosa, ocultando información necesaria o como parte de un relato que podría ser una mentira. En otras palabras, el lector tiene que fiarse: no sabemos qué está ocurriendo en realidad. Y, sin embargo, nos resulta apasionante.

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American psycho. Cuando leí hace años esta novela (considerada en Goodreads como el libro más perturbador de la historia), asistí divertido a una secuencia horrible de crímenes sangrientos perpetrados por absolutamente ninguna razón. Lo que parecía un ejercicio de estilo dentro de una historia con pocas aspiraciones se convirtió, a mitad novela, en un juego macabro donde en ningún momento estuve seguro de qué es verdad y qué es mentira, quién ha muerto despedazado a manos de Patrick Bateman, quién se ha librado o cual de las escenas ha sido solo una ensoñación. ¿Es todo un sueño? ¿Porqué interrumpe el frenesí de locura para contarme lo mucho que le gustan algunos grupos de los 80, o diserta largo y tendido acerca de zapatos? En resumidas cuentas, ¿Qué demonios está pasando ahí?

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Al terminar American Psycho pensé (y haber recordado de repente ese pensamiento muchos años después es lo que ha dado origen a este artículo) que había asistido a un obra con la siguiente pretensión: coger de la mano a un determinado tipo de lector, acompañarlo hasta el borde de un precipicio, de vistas maravillosas, para darle un empujón y ver cómo se despeña. El lector que sufre esta canallada es el polemista, fanático, aficionado o curioso lector de El guardián entre el centeno. ¿Qué sucede en esta obra? Holden Caulfield vagabundea por la ciudad, pasando aventuras más bien inanes, opinando de esto y lo otro durante un día… El propio título hace referencia a un sueño de Caulfield. Él mismo reconoce esos sueños como una locura, y opina que la mayor parte de la gente es falsa. ¿Qué es falso entonces en su relato y cómo ataca a nuestro inconsciente? Se escapa, pasa una noche en el metro, discute con su amiga… Da la impresión de que en una tarde a los 16 años se concentren muchas de las experiencias de la vida de un norteamericano medio. ¿Quién sería tan sincero acerca de su propia vida? ¿Qué oculta Caulfield (Salinger) tras toda esa jerga y motivos extraños? Volvemos a la reflexión inicial: no podemos estar seguros de la realidad, no del todo, y nos resulta apasionante.

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Dos novelas latinoamericanas sobresalientes: El túnel, de Ernesto Sábato, nos habla del asesinato confeso por parte del protagonista de su amada. La ha matado y comienza el relato diciéndonos que nos va a contar por qué lo hizo. Me resulta difícil creer en todo el relato del asesino, palabra por palabra. Creo en su premisa, sé que me va a contar lo que ha hecho, pero no en su honestidad. No veo la secuencia de encuentros, planes, enfados y elucubraciones como él quiere que la vea. Sé que me oculta cosas, y parte del disfrute está en averiguarlas, en intuir que algunos de los personajes secundarios importan mucho más de lo que me está contando. En definitiva, me presenta motivos para sus actos en un juego donde las reglas no están tan claras. En La pesquisa, de Juan José Saer, una suerte de novela policíaca inclasificable y maravillosa, difícilmente podemos dar por sentado no ya si han sucedido las cosas como nos las están contando, sino quién ha sido el autor de los hechos. Un laberinto de motivos secretos.

Estas obras llevan más allá la habilidad del escritor de ocultarnos cosas. Sin embargo, esta ocultación esté lejos de ser un fastidio. Es uno de los motivos por los que nuestra mente inconsciente se inquieta e intenta desenmarañar la madeja. Aquí se ven las hechuras de buenos narradores, atormentados por momentos de sus vidas que comparten con nosotros a su manera, algunos de ellos consiguiendo que se siga polemizando con sus relatos durante décadas.

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No puedo terminar el artículo sin nombrar a dos variantes de este subgénero extraño que me vuelve loco. El primero es Flores para Algernon, un clásico de la ciencia ficción donde un chico con discapacidad mental nos presenta su mundo, puro y sencillo. Es sometido a pruebas con una droga experimental que aumenta sobremanera la inteligencia humana, con lo que pasa por todos los estadios de inteligencia posibles, llegando a ser un genio de capacidades excepcionales. Lamentablemente, una vez llegado a la cúspide, la inteligencia vuelve a bajar de nuevo de manera muy rápida. En esta novela, Michael, el entrañable protagonista, es consciente de cómo pensaba antes, cómo piensa desde su genialidad y a donde le vuelve a conducir la pérdida de facultades. Vemos la realidad desde distintos puntos de vista, pero de la misma persona, y asistimos al triste espectáculo de comprobar cómo el primer Michael pensaba que tenía unos amigos estupendos que jugaban con él al escondite, mientras que el Michael brillante se ha dado cuenta de que esos «amigos» únicamente lo metían en un armario, se burlaban de él y se marchaban. Inolvidable forma de contar una vida desde dos puntos de vista que, una vez presentados ambos, completan el rompecabezas.

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Me despido con la mayor broma de la historia de la literatura. Y como gran broma, genial. El lector cree que asiste divertido a las locuras de El Quijote cómodamente desde el sillón. El encontronazo con los molinos de viento, la destrucción de los pellejos de vino en la taberna, la evocación constante a su archienemigo, el sabio Frestón… Claro, lo vemos desde una posición externa y consideramos al Quijote lo que creemos que es, un pobre loco de remate… Aunque Don Quijote siempre ataca de frente y con valor a aquello que cree estar viendo, respeta las distancias, las proporciones, los hechos quedan valorados a sus ojos como distintos solo en apariencia. Y sin embargo, en el episodio en que arremete a lanzazos contra los carneros, diciendo que son soldados, bien tendría que haber alanceado al aire. Los soldados estarían delante de él, no debería bajar la lanza en una posición imposible desde Rocinante para pincharlos. Don Quijote recobra la cordura justo antes de morir, al final de la segunda parte, pero sin arrepentirse de nada. ¿La recobra en ese momento? ¿Estamos seguros de ello? A lo mejor sabía muy bien que eran carneros. A lo mejor quería que soñáramos con él. Quizá los locos somos los que construimos un mundo tan espantoso de modo que el pobre anciano solo puede ponerse una vieja armadura y dar ejemplo.

Cuidado con la locura. Puede salir de las páginas.

don-quixote