Viaje a Egipto

Trabajo en una farmacia. Los viejos pesados constituyen un motivo de fastidio de todos los días. ¿No me puedo tomar dos pastillitas mañana, tarde y noche? Es que si me tomo cinco por la mañana, tres por la tarde y dos por la noche me lío con las cantidades. Me voy a liar. Hay que decirles que eso no es cosa mía, que se lo receta el médico, pero con cuidado, no sea que se enfaden y se vayan a otra farmacia. No se puede ser sincero. A la mínima desconfían, juzgan, los viejos, con sus abrigos sin color, que no son blancos ni negros ni verdes ni rojos. No tienen color, y te miran a la cara cuando hablan pero escrutan el suelo cuando piensan.

La media hora del café a las once la tomo en un bar alejado del trabajo, por lo que pierdo cinco minutos en ir y cinco en volver, así que quiero exprimir los veinte minutos del bar como el que quiere amortizar lo que ha pagado por entrar a un museo, escuchando el entrechocar de las cucharillas con las tazas de café, la máquina tragaperras (son mejores los días en los que alguien está jugando, porque los sonidos estridentes y repetitivos te envuelven y el tiempo se expande un poco) y el runrún de la televisión, que siempre tienen alta pero no me importa.

Recientemente me he visto obligado a realizar pesquisas (en mi tiempo libre) para encontrar otro bar por culpa del tipo con sombrero de paja. Un acalorado sujeto con una nariz donde podría colgar mi bata sin que se la llevara un viento fuerte, con acento del norte y que tenía encandilados a los dueños del bar y a los clientes habituales con encantos que eran invisibles a mis ojos. Además, ese sombrero antiguo de paja, sobado y triste como pocos adornos. Empezó entrando los lunes y los miércoles, hablando del mal tiempo. Prosiguió añadiendo los martes y jueves, con temas futbolísticos, y cuando creía que me respetaría los viernes, también comenzó a dejarse caer por el local con un tema distinto cada semana. El esquema consistía en un HOMBRE, DON JULIÁN exclamado con aire salvaje por el primero que le viera (aunque el primero siempre era yo, lo veía venir de lejos balanceándose por el cruce); acto seguido el tipo pedía unas tostadas con tomate y una cerveza y desgranaba sus temitas. Se marchaba con efusividad de tenor satisfecho. Probé a cambiar la hora por las diez y luego por las once y media. No hubo manera. Dilataba su presencia o aparecía antes. Se adaptaba como una enfermedad que remite y vuelve, que la notas volver cuando estás tan tranquilo viendo una película o comprando una revista. El pequeño gran dolor de verlo aparecer por el cruce.

El que iba a ser mi último día en el bar, ya le tenía echado el ojo a otro, este tipo cambió de tema. Era miércoles y tocaba hablar del mal tiempo, pero el tipo zarandeaba una guía turística del National Geographic, que se manchó de tomate, ante las narices de los camareros. ¡Que don Julián se nos va a Egipto!, exclamaban dos sujetos a los que nunca había visto por allí, pero que por descontado tenían que conocer al destructor de mi paz, al aniquilador de mi sosiego de veinte minutos sin viejos drogadictos, y que lo trataban como si fuera su tío querido. Se iba a Egipto en breve, y tenía marcadas en la guía los puntos de interés, que serían los suyos y que no creo que coincidieran con los de mucha gente. Ya no escuchaba la máquina tragaperras por encima de los gritos, y sentí violencia contenida y me puse rojo y seguramente morado: NO TE VAYAS A QUEDAR ENCERRADO EN UNA PIRÁMIDE, ¿EH, JULIÁN?. CUIDADO QUE TE CAE UNA MALDICIÓN SI ENTRAS DONDE NO TOCA. JULIÁN, QUE CUANTO ME COBRAS POR IRME CONTIGO QUE ESTOY DE ESTOS HASTA LAS NARICES, JOJOJO.

Lo comentó dos semanas seguidas. De lunes a viernes, son diez días. Hubo milagro. Al segundo día, bajaron el volumen del televisor conforme se quitó el sombrero horrible ese y comenzó a hablar de dinastías. Al tercero, habló de las cámaras de descarga de Guiza y de un lugar al que solo se podía llegar con robots muy pequeños, dirigidos por ingenieros. Al cuarto día impartió una lección magistral de historia acerca del expolio británico, y al sexto, y al séptimo… Una vez me miró y reparó en mí (pero reparó de verdad en mí por primera vez) y me preguntó si yo creía que haría mucho calor en Egipto y yo le dije que sí, que en esta época del año, mejor no ir muy abrigado.

El último día que lo vi llegué tarde porque me encontré cerca del cruce a un viejo de la farmacia que no respetó mi tiempo libre. Tuve que atenderle todas las preguntas acerca de la campaña de vacunación contra la gripe y de las existencias de paracetamol en los almacenes. Cuando franqueé la puerta, Don Julián atendía preguntas. Le preguntaba el cocinero (nunca lo he visto) desde dentro de la cocina a voz en cuello: ¿PERO CUÁNDO TE VAS? ¡QUE HABLAS DE ESO PERO NO TE VAS!, a lo que el tipo respondía que se iba, que lo tenía todo pagado, todo reservado, todo pensado. Que no nos preocupáramos. Sobre todo, que no nos preocupáramos.

El lunes siguiente no apareció, ni el martes ni el resto de la semana. Se subió el volumen del televisor, pusieron una tragaperras nueva, con sonidos más deliciosos si cabe y a los clientes de siempre se nos unieron unos obreros que almorzarían allí mientras durara una obra comenzada esa semana en la acera de enfrente. Nadie mencionó a Don Julián.

El lunes siguiente pregunté yo. Murió el jueves. Un accidente, dijeron. No pedí más explicaciones. Yo de esas cosas prefiero no saber.