Leer misterios

Uno de los rasgos en los que más me fijo durante mis lecturas es en la habilidad del escritor para describir lo que está sucediendo a través de los sentimientos del protagonista. La realidad nos es mostrada mediante análisis muy sesgados (lo que le complace, lo que odia, aquellos a quienes teme o aborrece…). De este modo, el escritor tiene que presentar un escenario donde lo que realmente ha sucedido no coincide del todo con lo que estamos leyendo, pero tiene que ser suficientemente hábil para que no terminemos la novela preguntándonos qué sucedió en realidad.

Estos rasgos pertenecen a la narrativa como la metáfora a la poesía. Ver el mundo a través de los ojos de un protagonista, el cual necesariamente nos va a contar la historia al tiempo que opina acerca de lo que sucede es un juego que aceptamos sin reservas. No hemos pasado la primera página de Estupor y temblores para leer un tratado de historia.

El momento para la admiración surge cuando toda una novela, o al menos una buena parte de su construcción, reside en el relato de unos sucesos los cuales no solo estarán tamizados por los sentimientos del narrador, sino que aparecerán como una versión grotesca, dudosa, ocultando información necesaria o como parte de un relato que podría ser una mentira. En otras palabras, el lector tiene que fiarse: no sabemos qué está ocurriendo en realidad. Y, sin embargo, nos resulta apasionante.

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American psycho. Cuando leí hace años esta novela (considerada en Goodreads como el libro más perturbador de la historia), asistí divertido a una secuencia horrible de crímenes sangrientos perpetrados por absolutamente ninguna razón. Lo que parecía un ejercicio de estilo dentro de una historia con pocas aspiraciones se convirtió, a mitad novela, en un juego macabro donde en ningún momento estuve seguro de qué es verdad y qué es mentira, quién ha muerto despedazado a manos de Patrick Bateman, quién se ha librado o cual de las escenas ha sido solo una ensoñación. ¿Es todo un sueño? ¿Porqué interrumpe el frenesí de locura para contarme lo mucho que le gustan algunos grupos de los 80, o diserta largo y tendido acerca de zapatos? En resumidas cuentas, ¿Qué demonios está pasando ahí?

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Al terminar American Psycho pensé (y haber recordado de repente ese pensamiento muchos años después es lo que ha dado origen a este artículo) que había asistido a un obra con la siguiente pretensión: coger de la mano a un determinado tipo de lector, acompañarlo hasta el borde de un precipicio, de vistas maravillosas, para darle un empujón y ver cómo se despeña. El lector que sufre esta canallada es el polemista, fanático, aficionado o curioso lector de El guardián entre el centeno. ¿Qué sucede en esta obra? Holden Caulfield vagabundea por la ciudad, pasando aventuras más bien inanes, opinando de esto y lo otro durante un día… El propio título hace referencia a un sueño de Caulfield. Él mismo reconoce esos sueños como una locura, y opina que la mayor parte de la gente es falsa. ¿Qué es falso entonces en su relato y cómo ataca a nuestro inconsciente? Se escapa, pasa una noche en el metro, discute con su amiga… Da la impresión de que en una tarde a los 16 años se concentren muchas de las experiencias de la vida de un norteamericano medio. ¿Quién sería tan sincero acerca de su propia vida? ¿Qué oculta Caulfield (Salinger) tras toda esa jerga y motivos extraños? Volvemos a la reflexión inicial: no podemos estar seguros de la realidad, no del todo, y nos resulta apasionante.

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Dos novelas latinoamericanas sobresalientes: El túnel, de Ernesto Sábato, nos habla del asesinato confeso por parte del protagonista de su amada. La ha matado y comienza el relato diciéndonos que nos va a contar por qué lo hizo. Me resulta difícil creer en todo el relato del asesino, palabra por palabra. Creo en su premisa, sé que me va a contar lo que ha hecho, pero no en su honestidad. No veo la secuencia de encuentros, planes, enfados y elucubraciones como él quiere que la vea. Sé que me oculta cosas, y parte del disfrute está en averiguarlas, en intuir que algunos de los personajes secundarios importan mucho más de lo que me está contando. En definitiva, me presenta motivos para sus actos en un juego donde las reglas no están tan claras. En La pesquisa, de Juan José Saer, una suerte de novela policíaca inclasificable y maravillosa, difícilmente podemos dar por sentado no ya si han sucedido las cosas como nos las están contando, sino quién ha sido el autor de los hechos. Un laberinto de motivos secretos.

Estas obras llevan más allá la habilidad del escritor de ocultarnos cosas. Sin embargo, esta ocultación esté lejos de ser un fastidio. Es uno de los motivos por los que nuestra mente inconsciente se inquieta e intenta desenmarañar la madeja. Aquí se ven las hechuras de buenos narradores, atormentados por momentos de sus vidas que comparten con nosotros a su manera, algunos de ellos consiguiendo que se siga polemizando con sus relatos durante décadas.

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No puedo terminar el artículo sin nombrar a dos variantes de este subgénero extraño que me vuelve loco. El primero es Flores para Algernon, un clásico de la ciencia ficción donde un chico con discapacidad mental nos presenta su mundo, puro y sencillo. Es sometido a pruebas con una droga experimental que aumenta sobremanera la inteligencia humana, con lo que pasa por todos los estadios de inteligencia posibles, llegando a ser un genio de capacidades excepcionales. Lamentablemente, una vez llegado a la cúspide, la inteligencia vuelve a bajar de nuevo de manera muy rápida. En esta novela, Michael, el entrañable protagonista, es consciente de cómo pensaba antes, cómo piensa desde su genialidad y a donde le vuelve a conducir la pérdida de facultades. Vemos la realidad desde distintos puntos de vista, pero de la misma persona, y asistimos al triste espectáculo de comprobar cómo el primer Michael pensaba que tenía unos amigos estupendos que jugaban con él al escondite, mientras que el Michael brillante se ha dado cuenta de que esos «amigos» únicamente lo metían en un armario, se burlaban de él y se marchaban. Inolvidable forma de contar una vida desde dos puntos de vista que, una vez presentados ambos, completan el rompecabezas.

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Me despido con la mayor broma de la historia de la literatura. Y como gran broma, genial. El lector cree que asiste divertido a las locuras de El Quijote cómodamente desde el sillón. El encontronazo con los molinos de viento, la destrucción de los pellejos de vino en la taberna, la evocación constante a su archienemigo, el sabio Frestón… Claro, lo vemos desde una posición externa y consideramos al Quijote lo que creemos que es, un pobre loco de remate… Aunque Don Quijote siempre ataca de frente y con valor a aquello que cree estar viendo, respeta las distancias, las proporciones, los hechos quedan valorados a sus ojos como distintos solo en apariencia. Y sin embargo, en el episodio en que arremete a lanzazos contra los carneros, diciendo que son soldados, bien tendría que haber alanceado al aire. Los soldados estarían delante de él, no debería bajar la lanza en una posición imposible desde Rocinante para pincharlos. Don Quijote recobra la cordura justo antes de morir, al final de la segunda parte, pero sin arrepentirse de nada. ¿La recobra en ese momento? ¿Estamos seguros de ello? A lo mejor sabía muy bien que eran carneros. A lo mejor quería que soñáramos con él. Quizá los locos somos los que construimos un mundo tan espantoso de modo que el pobre anciano solo puede ponerse una vieja armadura y dar ejemplo.

Cuidado con la locura. Puede salir de las páginas.

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El balcón en invierno

Una de las cosas que me resultan difíciles al escribir es narrar con precisión los sueños, de manera que el lector tenga interés por un pasaje que solo está en la mente del personaje, que es puro simbolismo y que puede parecer un recurso fácil para indagar en su pasado. No soy muy amigo de la narración extensa de sueños en literatura. Sin embargo, acabo de leer esta novela que os presento con la sensación de estar leyendo un sueño prolongado, sabiendo que todo lo que el autor nos cuenta es cierto, pero al mismo tiempo con la increíble sensación de sumergirme en una mezcla de recuerdos, nostalgia e impresiones que pertenecen a un pasado tan remoto, tanto para el autor como para nuestra forma de vivir, que todo parece un gigantesco relato mítico, de realidades que sucedieron hace unos años y ya parece que se pierdan en la noche de los tiempos.

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Luis Landero

«El balcón en invierno» es una colección de recuerdos del autor de una viveza extraordinaria, sin la pretensión de formar una autobiografía extensa, ni de ordenar lo que sucedió primero antes de lo que sucedió después, ni mucho menos de contar lo que el lector podría pensar que fueron los pasajes más importantes de la vida del autor. Luis Landero no cuenta bodas por todo lo alto o nacimientos, pero sí el momento en que una pariente pobre regala una naranja a cada uno de los niños que van a visitarla, momento en que sabe que está recibiendo uno de los presentes con más sentimiento y auténticos que recibirá en su vida, viniendo de una persona muy pobre que apenas tiene para sobrevivir. Tampoco nos cuenta las grandes alegrías que debió llevarse con el éxito de sus novelas a lo largo de los años, sino que se centra en las historias de su abuela junto al fuego, las excentricidades de su primo inventor o las sensaciones que le producía el sonido de los pasos y el bastón de su padre. Nos habla de cómo le cambió la vida un determinado libro y, en lugar de narrarnos todos los pormenores de un amor de juventud, como leeríamos en cualquier otra autobiografía, nos explica cómo era un profesor que le fue iniciando en el canon literario y su alegría tras localizarlo veinte años después.

Luis Landero nos sumerge en los momentos más auténticos de una vida, que no son los que nosotros esperamos, sino los que marcaron la infancia del autor. Con un léxico exquisito, lleno de palabras que ya se han perdido, lugares que pocos recuerdan y un modo de vivir del campo y sus costumbres, que tristemente ya pertenecen a un pasado que nos resulta mucho más remoto de lo que en realidad es, «El balcón en invierno» sobrecoge por su belleza sencilla, su veracidad sin ínfulas, su maestría en el narrar lo cotidiano. Una de las mejores novelas escritas en lengua castellana que he tenido el placer de leer.

 

«Solo un enemigo: el tiempo»

Hace varios años compré en un mercadillo de segunda mano la novela que aparece en la imagen superior. Lo único que conocía de ella era haberla visto referenciada a menudo en las antologías de ciencia ficción como una de las más relevantes del siglo XX, querida por lectores y críticos, premiada y admirada por varios autores a los que, a su vez, admiro yo, así que se vino a casa conmigo. No leí la sinopsis de la contraportada. Me esperaba una historia a la vieja usanza, a juzgar por la portada: naves espaciales, monstruos extraños de más allá de las nubes de Oort, viajes interplanetarios… No encontré nada de eso. Durante varios días conviví con una tribu de homínidos en el África de hace dos millones de años. Una novela de ciencia ficción… En el pleistoceno. Años después de su lectura, sus imágenes continúan vívidas en mi mente. Especialmente el emocionante final, del que nada diré.

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Reeditada una y otra vez, sigue figurando entre los catálogos de obras muy valoradas por editores y autores de CF.

Fue divertido comprobar cómo una vez más las editoriales de ciencia ficción españolas me la habían vuelto a colar. La portada está hecha por alguien que no ha leído la novela ni ha hecho el más mínimo esfuerzo por conocer de qué va la misma, poniendo una imagen con varios clichés interestelares del género. No importa: Acervo, la Factoría, Ultramar y otras lo han hecho en muchas ocasiones, y se les perdona una y otra vez por haber editado tanto y tan bueno durante décadas. Ahora la parte controvertida: cualquiera diría que «Solo un enemigo: el tiempo» (el título en castellano es un poco raro, en inglés suena tan estupendamente bien como «No enemy but time») no es una novela de ciencia ficción. Desde luego, no lo parece.

En una época posterior a la guerra fría, que bien podría ser la nuestra, un aventurero huérfano y en la búsqueda de dar sentido a su vida viaja en el tiempo millones de años para convivir con una tribu de homínidos del pleistoceno, estudiarlos y aprender todo lo posible de ellos, para así traer un conocimiento antropológico de valor incalculable para los estudiosos de su época. La máquina da visos de no funcionar ni permitir un regreso al tiempo del protagonista, con lo cual deberá quedarse definitivamente con los homínidos que encuentre… o ingeniárselas para volver. Este viaje en el tiempo es la única característica de ciencia ficción encontrable en la novela. No hay más. ¿Es ciencia ficción? Durante la lectura me daba la impresión de estar ante un título metido en el género con calzador (cosa que da igual por lo mucho que se disfruta. Si escoges una novela policíaca y luego resulta ser de aventuras pero es estupenda ¿Qué más da?), aunque eso dependería de qué entendemos por ciencia ficción. Si pensamos en la definición más famosa, la de Asimov, no sabría que contestar. Dice el buen doctor: «La ciencia ficción es una rama de la literatura que trata de las reacciones de los seres humanos a los cambios en la ciencia y la tecnología». Es algo difícil considerarla así. Ahora bien, mi definición favorita es la de Norman Spinrad: «Ciencia ficción es lo que se publica en las revistas de ciencia ficción». ¡Así sí!

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El paisaje prehistórico, un territorio muy inusual para la novela de ciencia ficción.

La consideremos o no, esta novela ofrece un retrato humano conmovedor, lleno de dignidad sin pasarse en lirismos ni arredrarse en la descripción de la durísima vida en el África de hace millones de años. La acción se alterna con capítulos que se turnan: unos desde el nacimiento del protagonista, etapa tras etapa de su vida hasta que realiza el viaje y otros de sus aventuras en el pasado remoto. Aunque los más interesantes son los de la supervivencia con los homínidos en un mundo completamente hostil, aquellos que hablan de la vida del protagonista hasta convertirse en el hombre que es son ágiles y amenos, y se terminan en un suspiro para volver a sumergirnos en las peripecias del pasado. Las descripciones de los episodios con terribles tormentas, cacerías, enfermedades, etcétera, de los más antiguos antepasados de la humanidad junto a este aventurero que hace lo que puede para sobrevivir son de una belleza indiscutible y rara de ver en el género. El autor intentó, al parecer, trascender la opinión que a finales del siglo XX todavía se tenía de la ciencia ficción como literatura infantil y juvenil, aspirando a escribir gran literatura. No sé si consiguió enteramente su propósito, pero el intento es maravilloso.

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Paradojas temporales y tecnologías místicas y sorprendentes al mismo tiempo.

Resulta imposible no coger cariño a los homínidos que pululan por sus páginas, mucho más que a los humanos que aparecen en los capítulos dedicados al presente. Con sus breves vidas llenas de sentimientos más profundos que los de los modernos científicos y militares que rodean al protagonista durante sus años de formación, me conmovieron. Me encantó el viaje, estar con ellos durante toda la aventura.

Dije más arriba que nada diría acerca del final. Solo una cosa: las imágenes de las dos últimas páginas todavía vienen a mi mente de vez en cuando. Sin previo aviso, aparecen y me dejan pensativo unos instantes, muchos años después de su lectura, cosa que no consigue la mayoría de novelas que he leído en los años posteriores. Si eso no es gran literatura, qué lo será.

 

Nombrar la realidad

Quisiera nombrar la realidad

como la nombraba Gloria Fuertes, con alegría sincera.

Convertir resignación en manos y ojos,

casas y caminos y cuentos.

Hacer de los objetos vidas breves,

que empiezan y acaban al ser nombrados.

Llenar de paisajes las horas,

como en los libritos cortos de Machado, que duraban toda la tarde.

Llevar un inventario de nombres brillantes,

luz que tenga olor, sabor y el tacto de los que se han ido,

(¡Qué bien hizo eso Benedetti!).

Y si pudiera releería escribiendo con la mirada de Borges,

la calidez de Ángel González,

el discreto fluir de abrazos de Cernuda.

Pero los días pasan, con ellos los años

y voy recopilando espacios en blanco.

Como los de Emily Dickinson,

que en paz descanse.