Una piedra mágica

Es el año 714. El conde Don Julián ha facilitado la entrada de incursiones musulmanas en territorio visigodo, con el sueño de derrocar a Don Rodrigo. El episodio da lugar a una conquista relámpago de toda la Península Ibérica. La gesta es menos salvaje de lo que nos ha contado la historia. Los musulmanes integran su cultura en las estructuras visigodas, apropiándose de ciudades y pueblos, destrozando el plan inicial de la nobleza fraticida que se traicionó a sí misma. Uno de tantos incursores musulmanes ha caído en desgracia en su pequeña comunidad situada en Córdoba. Robó y tras ser descubierto tuvo que huir antes de la sentencia. De madrugada sorprende durante el sueño a dos caminantes de fortuna. Sin hacer ruido, alza la lona raída que cubre su carromato y coge una porción de queso, oreja de vaca y unas pocas cosas al azar, imposibles de distinguir bajo las arboleda que tapa las estrellas. Pesan mucho. Eso suele ser bueno, piensa él. A la mañana siguiente, en un camino hacia el norte, comprueba que entre los abalorios que tomó se encuentra una piedra muy roja, tintada de un almizcle raro. No es nada más que una piedra. El momento le hace sonreír: ahora tiene comida y un amuleto. Seis años después muere en una pelea callejera en un reino fronterizo. Su asesino descubre la piedra roja entre las posesiones del finado. Se la queda.

Es el año 910. Alfonso III echa a gritos de la iglesia de San Salvador de Valdediós a un hombre viejo y contrahecho, que cojea y viste harapos, tras anunciarle este la intención de bendecir al monarca con una piedra que da suerte, una cosa roja y práctica que era del abuelo de su abuelo. El brujo esquiva los calabozos por muy poco. Su estampa inspira más lástima que rechazo da su paganismo. Alfonso III piensa muy para sus adentros que, de no estar rodeado de eclesiásticos no le hubiera importado que el viejo dijera unas palabras y agitara su piedra. La muerte del monarca se produce en circunstancias poco claras durante una batalla cerca de Zamora, ese mismo año.

Del brujo pasa a un curandero, del curandero a su hijo, del cadáver de este, devorado por animales, pasa a un viajante que deambulaba desorientado, de este a su amante… La piedra adorna una tumba, incrustada en la tierra, durante cincuenta años.

Es el año 1261. Un tribunal de la Santa Inquisición se dispone a quemar a una bruja. Esta mujer impía confesó sus prácticas y conciliábulos con El Maligno, abriendo su alma a Cristo, tras unas sesiones con el inquisidor inspiradas por el Espíritu Santo. La bruja se quema y grita al amanecer. Hay pocos espectadores. La piedra que portaba en las manos cae de la hoguera y rueda hacia los pies de un sacerdote. Con disimulo este la recoge, no sabe porqué.

Un estudioso de la Escuela de traductores de Toledo aprieta la piedra en su mano izquierda mientras con la derecha pasa interminables jornadas traduciendo el Lapidario al castellano para Alfonso X el Sabio. El aprendiz de un herrero en Toledo la roba en un descuido del letrado. El último caballero templario de la historia, con ochenta y nueve años, acepta la piedra del moribundo herrero, antiguo aprendiz. Han sido amigos varias décadas. La piedra descansa en otra iglesia. En las oscuridades donde ha sido depositada no brilla su pintura.

Es el año 1523. Un marinero lleva la piedra consigo a las Américas y la trae de vuelta años después. Ha soñado que la piedra no le permitirá ahogarse. Se la regaló su tío el calderero, tras encontrarla en una iglesia y llevársela, con cargo de conciencia. Pasa por varias generaciones de corsarios, la lleva un pirata a tierra, se pierde en una taberna, es encontrada en la calle, es apostada en el juego, se deposita en la casa más humilde. La lleva en un zurrón uno de los guardias que encierra a Fray Luis de León. Un espectador de la nueva comedia de Lope se la quita a otro al verla de reojo en un bolsillo, se utiliza como amuleto durante la epidemia de peste en Sevilla en 1650. Cae al suelo y se pierde cuando el terremoto de Lisboa se siente en España. La recoge una prostituta al día siguiente.

Durante el reinado de Isabel II cambia de manos media docena de veces. En una ocasión por una apuesta, en otra por un robo a mano armada. En cuatro ocasiones por un lance de amor.

Es el año 1872. Pasa de soldado a soldado durante la tercera guerra carlista. En 1938, un superviviente de la batalla del Ebro se va con ella a casa, habiendo perdido todo lo demás que tenía en la vida.

Es el año 1964. En una fiesta privada en un ático del barrio de Chamberí alguien deja la piedra al lado del tocadiscos. Otro individuo, ingeniero de puentes y caminos, aprovecha para llevársela.

Es el año 2019. Un inspector de policía de Madrid encuentra la piedra en un apartamento abandonado. Su antiguo inquilino, ahora prófugo de la justicia, se marchó con muchas prisas. Se la lleva a casa. Es una piedra pequeña, con trazas muy leves de algún tipo de pintura roja. Al cabo de unos días su hija de tres años está jugando con sus muñecos y peluches. El inspector le da la piedra, sugiriendo una nueva trama: ahora los muñecos y peluches tienen que competir entre sí para ganar la piedra. Su hija está encantada con el nuevo juguete.

Es el año 120. Una niña ha presenciado cómo las legiones romanas de Adriano se llevaban a sus padres. No sabe porqué y nadie se lo explica. Está triste y llora de día y de noche. Su abuelo selecciona unas piedras y las pinta de vivos colores, con una pintura hecha de hierbas machacadas y grasas animales. Las piedras de colores se convierten en el juguete predilecto de la niña. Las guarda durante toda su vida. Sobre todo le gusta la roja. Su abuelo le dijo que si conservaba la roja, aunque estuviera triste siempre tendría esperanza, porque la piedra se la daría. No volvió a ver a sus padres.

Al final, lo que empezó como un juguete termina como un juguete, compartido entre dos niñas, con casi veinte siglos de distancia entre ellas. En 2020 el inspector le da una nueva capa de pintura. La hija del inspector siempre la lleva consigo. Se la quiere llevar al cole cuando sea más mayor. A su padre no le hace mucha gracia que lleve una piedra pudiendo llevar plastilina o marionetas. A veces su padre le pregunta: «¿por qué te gusta tanto esa piedra?», a lo que su hija responde: «¡porque es mágica!». Hay cosas que al mostrarse ante los ojos adecuados no necesitan explicación.

Buenas noches

Buenas noches

a aquellos que vivís con un espíritu guía volando sobre vosotros,

a los que nunca han conocido a nadie

y a los que encontraron la meta demasiado pronto.

Buenas noches y madrugadas

a los constructores de laberintos y a los atrapados en ellos;

fuentes y flores extrañas señalan el camino.

Las noches son frías

para los que se arrepienten y mueren.

Buenas noches,

a aquellos que han descubierto los puntos cardinales,

las medidas exactas de las cosas, su peso y esencia,

y a los que cuentan la misma historia con distinto final.

Buenas noches y madrugadas,

a los desmemoriados, los extraños en casa, los brujos,

los dueños de la conversación cotidiana,

a los gatos y perros callejeros,  a los pájaros en las ramas,

a los que no volveremos a ver

y a los que no dormirán hoy.

Buenas noches a ti y a los colores de otro mundo que te envuelven.

Descansad los consumidos por el odio:

soñad con momentos de paz.

 

 

Las horas de la noche

Nadie puede arrebatarte

ni en la algarabía de ruido,

ni en el profundo silencio,

las horas de la noche.

Existe un recogimiento tuyo,

propiedad de espíritu,

consuelo de trabajo arduo.

Se enreda de madrugada

en hiedra de estrellas viejas

y ramo de historias nuevas.

Nadie puede arrebatarte

la visión distinta y clara,

la guarida oculta y sola

de las horas de la noche.

Engañar al reloj es tan sencillo.

Engañar a los ojos y a las manos.

Abrazar el recuerdo más pequeño.

¡Que se vayan volando tantos pájaros!

Que se vayan volando de uno en uno.

Acaricia el sonido incólume del tiempo

y entrega de ti lo más preciado.

Nadie puede arrebatarte,

ni en la habitación desnuda,

ni en el recóndito sueño,

las horas luminosas

y extrañas

de la noche.

Hombres sin rostro

Ahora es posible escribirlo, pronunciarlo: nadie me conoce.

Sumergido a tal profundidad,

colgado de hilos transparentes.

Los días claros son limpios y reflejan un futuro

contado en prosa.

Los días oscuros, de lluvia, se empañan

y cargan el aire de un pasado remoto.

Por fin es posible decirlo en voz alta:

nadie me conoce.

Como la gente que mira una película con las manos

tapando parcialmente sus ojos,

queda el quehacer de cada día, vislumbrar el presente.

Miramos las paredes, nuestros brazos,

las piedras y los animales,

son restos de la misma tarea,

querer y volver a querer.

Con libertad hoy puedo decirlo: nadie me conoce.

Moraban los hombres sin rostro

un mundo entero que fue mío,

cuando no sabía leer ni escribir.

Si hoy pudiera verles, me hablarían sin voz:

demasiado tarde.

Algunos niños, tres perros y más cosas

Desde hace poco trabajo como profe de secundaria. Uno de mis cometidos dentro del departamento de lengua castellana y literatura es el de pasar un par de horas de la semana ejerciendo de bibliotecario (otra profesión con la que me habría encantado vivir), realizando los préstamos y devoluciones de los alumnos y cuidando que los que están estudiando no sean molestados por aquellos que vienen a pasar el rato entre clase y clase. También coloco los libros devueltos en las estanterías, por orden categórico y alfabético.

Hace un par de días ordenaba libros de cuentos en su sitio, no sin antes echar una ojeada a todos y cada uno de ellos antes de clasificarlos (manía bibliófila). Mi mirada cruza durante un instante por el lomo de un libro de cuentos de bolsillo. Su título: «Algunos niños, tres perros y más cosas».

Cuando yo era pequeño, con cuatro o cinco años quizá, me dedicaba a leer los mismos cuentos una y otra vez, además de los seis o siete libros de «El barco de vapor» o «Austral juvenil» que había en casa. Como me los había terminado mil veces, mi madre realizaba el esfuerzo económico de comprar uno o dos a la semana (parece poco pero éramos una familia de facturas pagadas in extremis y con mucho esfuerzo), ya que imagino le sabría mal ver al pequeñajo releyendo una y otra vez los mismos relatos y llamando su atención para hacerle ver un nuevo detalle encontrado en las ilustraciones, las cuales mostraban dragones volando o monstruos danzarines. Uno de mis libros favoritos y que aún conservo fue «Datrebil: 7 cuentos y un espejo». Datrebil, que es «Libertad» al revés era un compendio delirante de cuentos ilustrados que me fascinaban a la par que daban bastante miedo. En uno de ellos un matrimonio viajaba en coche y se iba encontrando escenas de su pasado representadas en los márgenes de la carretera. En otro un perro se enamoraba de una luna monstruosa hasta que conseguía llegar hasta ella mediante una escalera kilométrica que construía. Otro, llamado «Garambainas», representaba escenas surrealistas… El más bonito, «Datrebil», estaba escrito al revés, con todo el texto invertido y venía con una lámina de espejo que se podía colocar en la página de al lado para poder leerlo al derecho. Me resultaba magia. «Datrebil: 7 cuentos y un espejo» tenía en sus últimas páginas publicidad acerca de otros libros de cuentos de la misma colección. Me llamó mucho la atención «Algunos niños, tres perros y más cosas». La sinopsis me hablaba de niños aventureros que jugaban a ser piratas, acompañados por sus perros, en busca de aventuras. ¿Qué podía ser más divertido? Recuerdo la ilusión enorme que me hacía que ese fuese el siguiente libro que me trajera mi madre.

Pasaban los meses y nunca llegaba. En mi inocencia no sabía que en el mundo hay millones de libros de cuentos y que era más bien difícil que justo ese apareciera en casa algún día. Recuerdo que pregunté por él. Con mucha timidez le enseñaba las páginas de publicidad en «Datrebil» a mi madre y le explicaba lo divertido que seguro tenía que ser «Algunos niños, tres perros y más cosas». Creo que no supe hacerme entender bien, aunque mi pobre madre bastantes problemas y tristezas tenía en su día a día como para haber prestado atención a eso. Lo único que no me faltó en mi infancia fueron libros, y aunque este volumen de cuentos nunca llegó, en cuanto crecí un poco más y alcancé el universo de las novelas, lo olvidé.

Estaba solo en la biblioteca cuando lo vi. Durante diez minutos permanecí de pie, explorándolo, pasando las páginas al tiempo que leía fragmentos y me detenía en las ilustraciones. Cuando lo volví a dejar en su sitio, a cámara lenta, la biblioteca, el instituto, los quehaceres diarios y las responsabilidades del trabajo, que durante un rato se habían alejado a otra galaxia, volvieron a materializarse poco a poco.

Una de las cosas por las que estoy más agradecido a mi madre es por aquel esfuerzo de traerme más cuentos y de leerlos conmigo, de escuchar mis explicaciones acerca de las aventuras que acababa de vivir o de los dibujos que las acompañaban. Mis teorías sobre el destino de los personajes más allá del final de los cuentos. Es una proeza que estuviera atenta a estas cosas, porque a pesar de la vida que llevó y las desgracias instaladas en nuestro día a día (de las que no me veo con ánimo para hablar), sacó fuerzas para permitirme ahondar en el universo de los cuentos. Lo poco bueno que pueda haber en mí proviene de aquella consideración.

Mi madre murió hace varios años. Últimamente he pensado mucho en ella porque sé que hubiera estado orgullosa de que al menos durante una etapa de mi vida esté trabajando como profesor, ella que se licenció en magisterio pero nunca pudo ejercer.

Cuando «Algunos niños, tres perros y más cosas» apareció ante mí, tuve la impresión de que mi madre hubiese pasado a saludarme, dejando una señal inequívoca para que no quedaran dudas. Quizá ahora ya sabe cuanta ilusión me hacía encontrarme con esos cuentos y por fin me los ha traído. Al final, durante aquella hora en la biblioteca no estuve solo.

Descubrir

He descubierto

letras y rincones donde habitan huellas;

lugares de paso en los que alguna señal aún no borrada perdura.

Brillan hondonadas repletas de nieve y ramas.

Entre encrucijadas, mirando el cielo,

en la morada de los espíritus que las gobiernan,

entran en nuestro mundo sendas invisibles

repletas de posibilidades.

Los recuerdos se transforman en las horas diurnas.

El triunfo de los esotéricos: vivencias en nostalgia.

En la quietud de la noche, la verdad de los alquimistas:

nostalgia en sueño.