A oscuras

Hace unos días encontré en youtube la sintonía de «Cineclub», o quizá se trataba de «Sesión de noche». Me refiero a una cabecera de un programa de cine que se emitía en horario nocturno cuando yo era pequeño. No ha sido un hallazgo casual. Durante las últimas semanas me he despertado muchas mañanas con la sintonía sonando nítida en mi mente. He tardado bastante en ir a buscarla: hacía más de 25 años que no la escuchaba y sabía que hacerlo removería algunas cosas muy enterradas.

Cuando era pequeño mi padre solía gritarme. Esta era la forma de humillación más rápida, sencilla y parece que satisfactoria de su catálogo. De cuando en cuando también me pegaba o simplemente me miraba de manera amenazante; él sabía que no necesitaba más para lograr que el niño temblara. No obstante, su castigo favorito era mandarme a mi cuarto, obligándome a permanecer allí con la puerta y la única ventana del lugar cerradas, prohibiéndome dormir y (aquí se presenta la crueldad) permaneciendo allí con la luz apagada. Se molestaba en comprobar que la habitación iba a quedar completamente a oscuras tras cerrar la puerta. Ni una rendija de luz, es decir, no podría ver mi mano aunque la mantuviera delante de mi cara. El castigo no había sido elegido al azar: le tenía pánico a la oscuridad y él lo sabía.

Durante aquellos años utilicé varios trucos: tenía una linterna escondida, pero no siempre me acordé de guardar pilas de repuesto. Procuraba abrir una finísima rendija cuando él estaba repantigado viendo el fútbol, cerrando en silencio justo cuando escuchaba los crujidos de los muelles del sofá. También tenía un álbum de cromos con unos cuantos cromos pegados que brillaban en la oscuridad, los más raros, que me daban algo de luz y tranquilidad. Creo que era el álbum de «Los cazafantasmas». En fin, los trucos eran trucos y no me valían de mucho. La reprimenda por ser descubierto era tremenda, así que muchas veces no los empleaba aun disponiendo de ellos.

Una noche escuché la sintonía de esa «Sesión de noche». Me hizo sentir alegre, a pesar de que había llorado y me sentía desgraciado apenas hacía un momento. Desde entonces, cada vez que estaba encerrado a oscuras esperaba con paciencia a que sonara la sintonía. Al escucharla sentía que las cosas algún día estarían bien. Muchas noches nadie sintonizaba el canal en casa y no llegaba a escucharla, pero solo la espera me tranquilizaba. También me fui haciendo más mayor, y  supongo que acabé acostumbrándome a la oscuridad, pero sin duda me ayudó.

Quizá porque pienso que las cosas están mejor, a mis 34 años, y que aún lo estarán más, me he despertado escuchando en mi cabeza la música. La busqué, y ahora la escucho todos los días antes de ir a trabajar.

Hace más de 5 años que no veo a mi padre ni hablo con él. Al niño al que encerraban a oscuras por el puro placer de la tortura psicológica, en el que descargaban las frustraciones del día a día, le queda un derecho: negar de adulto la presencia, la comunicación, el mero reconocimiento de la existencia de aquel que le torturaba. Mi padre, me consta por terceros, no tiene amigos, familia que hable con él, paz ni, posiblemente, siquiera futuro. Está solo. Yo no lo estoy, ahora tengo más luz de la que me era privada de pequeño por él. A mi padre nadie le prohíbe encender las bombillas o abrir las ventanas. Puede abrirlas de par en par si lo desea, pero su vida va a seguir a oscuras.

La sintonía: https://youtu.be/tEls_W3NMjo

 

Pizarnik

Alejandra se suicidó

a los treinta y seis años.

Dejó póstumos unos versos ajenos:

En el centro puntual de la maraña,

Dios, la araña.

Las palabras del ciego quedan manuscritas,

revelan cómo Alejandra habitó la tela.

Escribió Cenizas o Cuarto solo,

y otros poemas invadidos de luz

o que proyectaban sombras muy largas.

Alejandra sintió serpiente, incendio,

soledad, día, rostro, música,

barcos esperando en el más allá.

Decía que no vivía en serio,

y yo creo que fue culpa de su infancia.

Envuelta en el anhelado fin de llegar a lo profundo,

se fue muy pronto,

llevando la araña en la palma de su mano.

Teoría de la impregnación

En los lugares en los que se ha querido mucho

o se ha sufrido demasiado

quedan aisladas las vivencias.

Entre sus paredes permanecen abrazos que no han cesado,

gritos, golpes, injusticias.

Hay sensaciones como momentos divertidos y risas que flotan en el aire

desde hace cien años.

Entre el alféizar de la ventana y las puertas de los armarios,

duermen discusiones y juegos.

Estos lugares suelen dar miedo

por lo cotidiana de su naturaleza,

lo humano de su entorno.

Hay personas con agujas en los dedos, que los deslizan

por los surcos de sus muros y hacen brotar la música.

Yo crecí en uno de esos lugares

y todas esas canciones raras me las he llevado conmigo.

Buhardillas secretas

Hace mucho tiempo que no escribo.

Las palabras esperan escondidas

a tener forma.

Parecen espíritus que se desvanecen si son vistos de frente.

Seres que pueden ser intuidos.

En buhardillas secretas,

arracimadas, duermen la descripción

de un juego complicado, el sabor

de una tarta de chocolate, una conversación

con dos amigos que no he vuelto a ver.

En su escondite no existe el tiempo,

las palabras bailan

en raras combinaciones y dan

sentidos nuevos

a recuerdos viejos.

Bajo la ventana inclinada, las olas del mar en invierno.

Sentadas a la mesa, en reunión perfecta,

la despedida a una mascota,

un libro de cuentos antes de dormir,

el comienzo de una lluvia inesperada al salir del colegio.

Los pasos de las letras crean dibujos en el suelo de madera.

Siluetas y sombras en las paredes,

forman otras frases.

Las mismas palabras en distintas escenas.

En el sillón un columpio que se veía desde mi habitación.

Sobre la lámpara,

noches de otros años.

En buhardillas secretas, se muestran en sueños.

Hace treinta años. Hace unos minutos.

Prohibido llamar a la puerta.

Hace mucho tiempo que no escribo

y han salido las estrellas.

Pienso en esto, sentado

en una silla que hay fuera.

Amigos no imaginarios

Hace treinta años yo tenía tres. Todas las mañanas jugaba con plastilina y escuchaba cuentos en el jardín de infancia, una sala que recuerdo inmensa, toda de madera con una gigantesca pizarra llena de letras. Corría y saltaba por un patio de tierra cuando nos dejaban salir a jugar. Tengo un recuerdo muy vívido de cada mañana: tras comer un almuercito que llevaba en un estuche rojo grande, salía a ese patio de la mano de dos niños tan pequeños como yo. Una se llamaba Cristina; siempre sonreía, de pelo largo y rizado, con un vestido rojo de lunares blancos. Del otro amigo no recuerdo el nombre, pero sí que era el más pequeño de los tres, de una fragilidad rara y entrañable. Siempre tropezaba, así que Cristina y yo lo cogíamos con nuestras diminutas manos y lo ayudábamos a levantarse. Lloraba, pero se le pasaba enseguida. Movíamos unas piedras pequeñas que representaban coches y monstruos. Cristina hacía muecas y nos partíamos de risa. Recuerdo su cara de felicidad al tener un público tan abnegado. Nos portábamos muy bien, no recuerdo que nunca nos riñeran. No sé donde estarán, a veces pienso en ellos. Igual que yo, hace treinta años tenían tres. ¿Alguno de ellos nos recordará? Hace tanto tiempo y éramos tan pequeños que a veces he llegado a pensar que fue una amistad soñada. De ser así serían amigos imaginarios. Luego recuerdo al niño frágil diciendo «soy un avión» o algo parecido y las muecas de Cristina y tengo la seguridad de que existieron, si bien no puedo estar seguro de que me recuerden. Son mis amigos no imaginarios, que existieron en un pasado tan remoto que parece un cuento.

Casas encantadas

No te deseo ser como yo.
Tengo tendencia a perder a mis personas favoritas.
Sólo tengo sentido de la orientación metafórica
y escribo lo que no puedo decir en voz alta.
Olvido. Luego recuerdo durante poco tiempo.
Me hacen feliz cosas pequeñas, casi nimias. Me pierdo en las cosas importantes.
Me dan miedo mi infancia y la gente que grita.
A veces permanezco fuera de la realidad durante horas. A veces durante años.
Colecciono libros y los leo.
Una vez encontré un muñequito en la calle.
Era idéntico a uno que me regaló mi madre cuando era pequeño. (Uno que había perdido hacía mucho).
A veces pienso antes de hablar. No me ha servido de nada.
Doy vueltas y revueltas
y tengo todos los calcetines desparejados.
Por lo demás, doy buena conversación con una cerveza delante
y hoy he ido al cine.
No me parezco a nadie.
No seas como yo, pero si lo fueras
te encantarán los libros acerca de casas encantadas.